Uno de los ejes emblemáticos del mercado es la competencia. Esta palabra seductora está presente en los mensajes diarios de los medios de comunicación. Nos han convencido de que su vigencia es la base de la democracia. Sin embargo, vale la pena analizar los conceptos que se entrecruzan en la misma.
Por un lado, la palabra competencia refiere a la capacidad, habilidad, aptitud. Por el otro, implica lucha, enfrentamiento, pugna, disputa, etc. El escenario de la sociedad actual refleja la creciente concentración de la riqueza en manos de unas pocas empresas y que según la declaración de la tercera Cumbre: Cooperativas de América realizada en Cartagena, Colombia, en noviembre pasado, poco más del 10% de la población concentra el 90% de los activos planetarios y el uno por ciento más rico, tiene en sus manos casi el 46% de la riqueza mientras que más de la mitad de la humanidad vive en la pobreza.
El modelo económico predominante amplía cada vez más la brecha, las diferencias entre ricos y pobres. En estas condiciones la palabra competencia no es más que un instrumento utilizado para maquillar
y relativizar la dramática realidad de un mundo agitado por profundas desigualdades, donde se imponen las reglas y decisiones de los centros de poder mundial y las grandes transnacionales. Donde el afán insaciable de ganar y acumular dinero destruye aceleradamente la naturaleza y pone en peligro la vida en nuestro planeta. Se suele afirmar que las relaciones económicas y comerciales entre los pueblos están regidas por intereses y no por sentimientos.
Esta frase refleja con crueldad el rostro de un sistema que desprecia el dolor humano y solo se interesa en la rentabilidad del capital financiero . Sin embargo, ante las circunstancias que nos toca vivir, los cooperativistas estamos más convencidos de que las mejores estrategias para enfrentar los desafíos del desarrollo sostenible deben tener como base la cooperación y complementación. La última crisis financiera
y económica mundial que ha condenado a millones de personas a la pobreza, exclusión y desesperanza y cuyos ramalazos aún se evidencia en los indicadores de crecimiento de varios países en desarrollo, ha demostrado una vez más que los grandes dramas humanos, como la crisis señalada, la grave amenaza de los cambios climáticos, exigen la solidaridad entre las naciones y no las frías formulas de la competencia despiadada.
Evidentemente, uno de los mayores desafíos que tenemos, tanto dentro del movimiento cooperativo, como en la sociedad es incorporar en nuestra conciencia y nuestra gestión uno de los principios universales del cooperativismo: la integración, el esfuerzo compartido. Especialmente, debemos evitar la competencia entre cooperativas. Es mejor apostar a las alianzas y la articulación de acciones para la provisión de los servicios que beneficie mutuamente a las pequeñas y grandes cooperativas.
Tenemos que construir la cultura de la integración que es una condición distintiva de las empresas de economía social y una herramienta imprescindible para el desarrollo sostenible, con base en la organización solidaria.